20 de febrero de 2013

El Desván de los Tesoros

Hoy que se habla de la muerte del libro, de que no hay interés por leer, cada tanto miro notas para fomentar la lectura en los pequeños.
Todas hablan de padres junto a sus hijos, proponiendo estimularles en la lectura: leyéndoles cuentos, mimándolos, acompañándolos y hasta sobándolos con tal de que "se enganchen", "sientan" las Historias que llegan a ellos.
Permítanme contarles mi caso, que fue completamente distinto.

Mi papá leía mucho, y cuando digo mucho quiero decir MUCHO. En especial, amaba las historietas: en su momento estudió en la mítica Escuela Panamericana de Arte, con la gracia de tener de docentes a sus ídolos: los dibujantes Hugo Pratt y Alberto Breccia. Nunca me dijo abiertamente por qué no ejerció luego lo que disfrutó tanto aprender; pero en compensación, durante el resto de su vida vivió coleccionando cuanta revista de historietas apareciera en los kioscos.
Mas su interés no se limitaba a lo anterior. Hablamos de los años 70 y 80 del siglo pasado, época dorada donde lo que hoy vemos en Internet solo se encontraba en papel: diarios, revistas de opinión, libros, enciclopedias en fascículos semanales. Mi viejo se enganchaba con todo eso y no había fines de semana en que no apareciera con una pila de cosas bajo el brazo y una sonrisa en los labios.
PERO, pero... mi papá era muy introvertido, muy aferrado a sus cosas. Así que lo veía entrar en casa con su alegría semanal, directo a su cuarto... y qué lindo verlo contento. Porque todo lo que compraba era solamente para él. No lo prestaba, ni lo comentaba siquiera: directamente lo escondía, cosa de que nadie más que él pudiese tocarlo.
Sumemos a eso que no era muy demostrativo de cariño que digamos, y rara vez se molestaba en compartir cinco minutos conmigo. Para el chico que era yo entre mis 6 y 10 años, supongo que era un escenario bastante triste. Quién sabe si mi compulsión a leer era solo para poder estar más cerca de mi papá.
Y ahora vamos a la historia de este post.
Mi viejo no era tonto: sospechaba que yo intentaría echar mano a sus cosas, apenas mirara para otro lado. Asi que guardaba sus libros, fascículos y revistas en el desván de la casa donde vivíamos. Inicialmente el desván iba a ser un primer piso, pero como no alcanzó el dinero se hizo el techo directamente. Y quedó una especie de cueva, que hacía de bolsa de aire entre el tejado y el resto de la casa. Por un lado, eso hizo que la casa fuera fresca en verano y caliente en invierno; además, como el ambiente en ese lugar era extraordinariamente seco, el desván era ideal para conservar indefinidamente toda clase de papeles.
Para acceder al desván solo había una entrada, a la que se llegaba por una escalera de mano apoyada en una pared: una escalera de obra larga, de cuatro metros, medio desvencijada pero aguantadora. Mi papá subía solo, se quedaba un rato para ordenar todo, cerraba con llave y bajaba todos los sábados y domingos.
El resto de la semana era la Aventura para mí.
Cuando no tenía nada que hacer, estaban los deberes del colegio cumplidos, mi abuela (que nos cuidaba, a mí y a mis hermanos)  estaba ocupada en otra cosa y mi viejo no había vuelto aún de trabajar, tenía algo de tiempo - veinte minutos, media hora - para animarme a subir.
¡Vaya si tenía que animarme a subir!
Para mis ojos de entonces, la entrada al desván estaba dos pisos arriba.
La maldita escalera se meneaba bailando la conga mientras la trepaba, los escalones estaban demasiado separados. Cuántas veces bajaba del susto, respirando agitado, tanto que capaz ahí se gestó el miedo a las alturas que tengo.
Si llegaba a la puerta... tenía una manija que parecía un gancho y una cerradura a tambor. Había solo una llave para abrirla, en un llavero junto con otras quince iguales. Y cuál de todas era. Así que me aferraba a la manija con una mano, tanteaba el llavero con la otra, mientras rezaba para no caerme con las piernas temblando, y que no me descubrieran ahí arriba que se me armaba la gorda.
No puedo contar cuántas veces tenía que abortar porque se me caían las llaves, o no daba más y bajaba muerto de miedo de caerme. En otras ocasiones, era largar todo por oír a mi abuela buscándome. O peor, oír que mi viejo llegaba temprano con el auto.
Y era intentar e intentar e intentar hasta que un día, por fin conseguí abrir la bendita puerta.
Lo que veían mis ojos era el batiburrillo que ven en la foto:
...mas para el niño que era yo, era la Tumba del Faraón Desconocido, el Tesoro de los Reyes Marcianos, lo más grandioso y misterioso que puedan imaginarse.
Todavía me acuerdo lo que fue esa primera apertura, porque estaba con el tiempo justo: apenas pude abrir la puerta la tuve que cerrar, para que no me descubriesen. Pero ¡AY! no memoricé cuál era la llave, no podía ponerle marca alguna, y tuvieron que pasar días, semanas hasta poder abrirla de nuevo.
Cuando al fin pude poner un pié dentro del desván, para mi corazón era lo mismo que pisar la superficie de la Luna.
Por supuesto, esto apenas era el comienzo: no sabía lo que había ahí ni dónde, y no le iba a preguntar a mi papá. Así que vino un largo tiempo de exploración, hoy diría de mapeo, donde tuve que aprender a organizarme, a tomar nota mentalmente, a ser metódico con una linterna en mano y el reloj en la otra, porque ninguna expedición ¡ninguna! podía durar más de media hora.
Pero qué importaba, si podía mirar los tesoros ocultos en el armario del fondo:
Enciclopedias ilustradas, revistas sobre Tecnología, Ciencia, Historia, Geografía y Arte. La colección de revistas "Más Allá", leyenda en Argentina, que me enseñó lo que es la Ciencia Ficción. Y por supuesto, revistas de historietas e ilustración argentinas y europeas, que me enseñaron belleza primero y el erotismo unos años después, según fui creciendo...
Todas cosas que leía a escondidas durante meses, durante años, en tramos de media hora como máximo. Sin poder dejar marca ni señalador ¡mucho menos doblar la esquina de una hoja! Y cuidando dejar todo exactamente como estaba al llegar.
Allí aprendí a leer rápido, a recordar, a desarrollar síntesis para no perder tiempo.
También aprendí a tener aguante: en verano, ahí arriba tranquilamente podía haber más de 40 grados; y en invierno, el frío te calaba los huesos así subieras con tres mudas de ropa puestas.
En ese lugar aprendí que leer es una aventura maravillosa, en muchos sentidos: una aventura cuyos resultados me los gané a pulso.
¿Alguna vez mi papá se enteró de todo esto? Seguro que sí, aunque nunca me dijo nada: un gesto de complicidad que entendí después de que falleció.

Hoy el desván tiene un mejor acceso y llegar allí no es tan complicado.
Tras 35 años, sus tesoros ya no son tales, salvo por su valor histórico propio. Es un simple desván con trastos viejos y sorpresas antiguas, como cualquier desván de recuerdos familiares.
Mas su imagen de Aventura sobrevive en mi corazón.
Una imagen que se renueva cada vez que abro un libro que jamás leí, veo en pantalla líneas de texto que mis ojos no vieron antes.
Ese Desván de los Tesoros es lo que entiendo por leer. Ambas cosas para mí son sinónimos, una relación que siempre existe, que nunca me defraudó.
Por eso, si me preguntaran por enseñar a leer, por generar Amor por leer... propongo armar una expedición hacia algún desván. Aunque no tenga idea de cómo, pues para cada criatura es diferente... aún así, de algo estoy seguro.
Si es la expedición justa, si es el desván adecuado, la Aventura es de por vida.