- Cuento publicado en la Revista Próxima en su Número 18, con ilustración de Pedro Belushi -
Apenas un rayo de sol toca su cara, él despierta. Lo primero que hace es agarrar su mate. Abre la puerta con cuidado, se asoma al exterior.
Su mano derecha toma un puñado
de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una
abertura del mate y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se
está calentando, derritiendo hasta llegar a temperatura justa: tiene unos
minutos para ponerle yerba. Deja al mate en el centro de la mesa, en el centro
de su casa, antes de ir al baño y ponerse abrigos.
El desayuno, como siempre, es
afuera. Como siempre, el fresco helado de la mañana le despierta más que si se
lavara la cara. Tomando mate, mira en derredor: en torno suyo siempre el mismo
paisaje blanco, los mismos árboles, las mismas montañas, la misma nieve caída
la noche anterior, el mismo silencio.
Mas ese día no es el mismo
cielo.
Ve algo rojo en lo alto, apenas
perceptible. Se queda sin aire.
Le tiemblan las manos.
Aferra su mate y toma un largo
sorbo, así se serena. Luego entra en la casa como una tromba, y sale con los
anteojos mágicos. Confirma lo que supone: un abanico de paracaídas rojos,
sosteniendo algo blanco. Tomando mate, sigue el descenso de ese objeto para
determinar su trayectoria. Cuando ve que va hacia el Bosque del Sudeste,
resopla con disgusto.
Media hora más tarde está
cerrando su casa, un viejo fuselaje reciclado recubierto por una loma de tierra
y escombros. En la puerta todavía se lee ROLCON 97 en letras gastadas verdes,
con tipografía militar. Con movimientos rápidos y eficaces, oculta puerta y
ventanas con ramas y nieve.
No sabe qué es un ROLCON 97, si
antes se lo preguntó ya no le interesa. Tampoco cómo ese refugio fue a parar
allí, si alguien lo habitó antes que él y para qué. Toda su atención está en
que nada falte en su mochila, que el cuchillo esté bien puesto en su cinturón,
que el carcaj tenga bastantes flechas, que la cuerda de su arco no esté floja.
Y en especial, que el mate esté
contra su pecho, bien sostenido por el abrigo y con la bombilla flexible al
alcance de su boca.
Sus anteojos mágicos se
polarizan al percibir los reflejos de la nieve, tomando color azul oscuro.
Apenas mira al cielo y enfoca al objeto de los paracaídas rojos, hacen ZOOM
sobre él. Se pone a caminar, y le muestran un mapa. Tampoco se pregunta cómo
pueden hacer todo eso, con solo tenerlos puestos.
Solo se concentra en caminar sin
hacer ruido, sin dejar de mirar en toda dirección. Lo consigue: silencio sobre
silencio.
El calor del mate contra su
pecho le acompaña.
En la cima de una loma de puro
hielo y nieve, confirma que la carga de los paracaídas rojos terminó en el
Bosque del Sudeste. Es un día y medio de viaje.
Resopla molesto mientras baja
corriendo la loma. No le gusta estar expuesto, destacar entre lo blanco. Se siente
más cómodo entre los árboles. Y
acompañado por los árboles recibe a la noche. Se acurruca junto a un
tronco, cuyas raíces forman un leve hueco. Todavía el cielo está despejado: las
dos lunas están llenas. Sobre la nieve danza lentamente un doble juego de
sombras.
Su mano derecha toma un puñado
de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en
una abertura del mate y cierra la tapa. Con eso se dará calor, aunque caiga
nieve otra vez.
El problema no es que se duerme
rápido, sino que sueña…
Sueña con la soledad, la
desesperación, la angustia, el llanto, la incertidumbre. Sueña con sonidos:
golpes, sollozos, tiros, gritos. Cuando aparecen las caras, ya es demasiado.
Despierta sin aire.
Le tiemblan las manos.
Toma mate una y otra vez, hasta
que se calma. Pero no puede volver a dormir. Mira en silencio los copos de
nieve que caen al amanecer.
Al día siguiente camina, camina
y camina.
De su mochila saca una bolsa de
bizcochos, que mastica de a uno y alterna con sorbos de mate. Se detiene solo
para orinar y cargar nieve. Cuando hace ambas cosas, mira en derredor.
En todo momento cuida que el
mate esté contra su pecho y de ahí no se mueva. Antes tenía uno más, que se le
cayó: dejó de funcionar. No puede arriesgar el que le queda. No es solo su
mate, lo que le tranquiliza, anima y relaja: es su fuente de calor y su única
compañía.
Antes de llegar a su objetivo,
da un rodeo. Los anteojos mágicos le indican que el objeto caído está apoyado
contra un monte, y lo trepa del lado opuesto para mirar desde arriba. Se siente
seguro: la cima está cargada de árboles. Mira hacia abajo, oculto por las
ramas.
Allá abajo, un módulo de carga
color blanco, con una puerta abierta. Se queda sin aire.
Le tiemblan las manos.
Sorbe un poco de mate, y en silencio
busca acercarse más. Su corazón ruge. Los anteojos mágicos hacen ZOOM máximo:
ante la puerta ve un montón de huellas superpuestas que se dirigen hacia los
árboles más próximos.
Maldice en silencio. Esperaba un
módulo con provisiones como en otras ocasiones, no esto. Piensa en las reservas
menguantes que le quedan en su casa. Su estómago gruñe y eso le enfurece.
Sin dudarlo saca una flecha del
carcaj, con ella tensa el arco. Su mente y su cuerpo se vuelven más fríos que
la nieve que pisa y el aire que respira: está de cacería. Se pone en
movimiento, en absoluto silencio. Trota y se esconde siempre que puede. Mira a
los lados, hacia atrás, hacia arriba. Si se detiene, se inmoviliza para oír y
oler.
Actúa como presa, pues antes fue
cazado. Se repite a sí mismo que está de cacería para que el miedo no aparezca.
Arco y flecha se mantienen
firmes, aunque sepa por experiencia que no son armas frente a metralletas o
balas cohete: solo dan muerte desde cerca y en silencio. La única y verdadera
arma que tiene es él mismo.
En un momento sopla el viento y
oye una voz, parece un grito. Aguza el oído: otra vez el grito. No entiende lo
que oye, y se agacha. Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus
dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y
cierra la tapa.
Toma un sorbo de mate con el
ceño fruncido: los cazadores no emiten sonido. Sacude la cabeza para no pensar.
No quiere dudar y sentirse vulnerable.
Corre en dirección al grito,
silencioso como una sombra entre los árboles. No puede perder tiempo, actuando
así corre con ventaja.
Llega al borde de un claro y los
ve: son tres, en grupo, al descubierto.
Levanta el arco, la flecha
tensa: al menos caerá uno.
Pero duda.
Las piernas le flaquean. Algo no
le está cerrando. En su duda avanza unos pasos, y con eso deja de estar
cubierto por los árboles.
Lo ven. Y emiten gritos que no
entiende, pero oye.
Su cuerpo se da cuenta antes que
él: sus brazos bajan el arco, cae de rodillas.
Le tiemblan las manos.
El chico no tiene más de 15
años. Se detiene agitado a unos metros antes de decirle, confundido “Papá…”
Tras el chico se acercan
corriendo los otros. Reconoce las voces en los gritos. Las lágrimas ardientes
no le dejan ver las caras, mas sabe que
son las mismas de sus sueños.
Un inmenso abrazo une a los
cuatro, a él con su mujer y sus hijos. Se queda sin aire, su corazón a punto de
estallar.
En el abrazo, el mate se suelta
de su pecho: se escurre entre su ropa y cae en la nieve.
No le importa.
No le importa.