28 de junio de 2013

Nieve

- Cuento publicado en la Revista Próxima en su Número 18, con ilustración de Pedro Belushi


Apenas un rayo de sol toca su cara, él despierta. Lo primero que hace es agarrar su mate. Abre la puerta con cuidado, se asoma al exterior.
Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se está calentando, derritiendo hasta llegar a temperatura justa: tiene unos minutos para ponerle yerba. Deja al mate en el centro de la mesa, en el centro de su casa, antes de ir al baño y ponerse abrigos.
El desayuno, como siempre, es afuera. Como siempre, el fresco helado de la mañana le despierta más que si se lavara la cara. Tomando mate, mira en derredor: en torno suyo siempre el mismo paisaje blanco, los mismos árboles, las mismas montañas, la misma nieve caída la noche anterior, el mismo silencio.
Mas ese día no es el mismo cielo.
Ve algo rojo en lo alto, apenas perceptible. Se queda sin aire.
Le tiemblan las manos.
Aferra su mate y toma un largo sorbo, así se serena. Luego entra en la casa como una tromba, y sale con los anteojos mágicos. Confirma lo que supone: un abanico de paracaídas rojos, sosteniendo algo blanco. Tomando mate, sigue el descenso de ese objeto para determinar su trayectoria. Cuando ve que va hacia el Bosque del Sudeste, resopla con disgusto.


Media hora más tarde está cerrando su casa, un viejo fuselaje reciclado recubierto por una loma de tierra y escombros. En la puerta todavía se lee ROLCON 97 en letras gastadas verdes, con tipografía militar. Con movimientos rápidos y eficaces, oculta puerta y ventanas con ramas y nieve.
No sabe qué es un ROLCON 97, si antes se lo preguntó ya no le interesa. Tampoco cómo ese refugio fue a parar allí, si alguien lo habitó antes que él y para qué. Toda su atención está en que nada falte en su mochila, que el cuchillo esté bien puesto en su cinturón, que el carcaj tenga bastantes flechas, que la cuerda de su arco no esté floja.
Y en especial, que el mate esté contra su pecho, bien sostenido por el abrigo y con la bombilla flexible al alcance de su boca.
Sus anteojos mágicos se polarizan al percibir los reflejos de la nieve, tomando color azul oscuro. Apenas mira al cielo y enfoca al objeto de los paracaídas rojos, hacen ZOOM sobre él. Se pone a caminar, y le muestran un mapa. Tampoco se pregunta cómo pueden hacer todo eso, con solo tenerlos puestos.
Solo se concentra en caminar sin hacer ruido, sin dejar de mirar en toda dirección. Lo consigue: silencio sobre silencio.
El calor del mate contra su pecho le acompaña.


En la cima de una loma de puro hielo y nieve, confirma que la carga de los paracaídas rojos terminó en el Bosque del Sudeste. Es un día y medio de viaje.
Resopla molesto mientras baja corriendo la loma. No le gusta estar expuesto, destacar entre lo blanco. Se siente más cómodo entre los árboles. Y  acompañado por los árboles recibe a la noche. Se acurruca junto a un tronco, cuyas raíces forman un leve hueco. Todavía el cielo está despejado: las dos lunas están llenas. Sobre la nieve danza lentamente un doble juego de sombras.
Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra la tapa. Con eso se dará calor, aunque caiga nieve otra vez.
El problema no es que se duerme rápido, sino que sueña…
Sueña con la soledad, la desesperación, la angustia, el llanto, la incertidumbre. Sueña con sonidos: golpes, sollozos, tiros, gritos. Cuando aparecen las caras, ya es demasiado. Despierta sin aire.
Le tiemblan las manos.
Toma mate una y otra vez, hasta que se calma. Pero no puede volver a dormir. Mira en silencio los copos de nieve que caen al amanecer.


Al día siguiente camina, camina y camina.
De su mochila saca una bolsa de bizcochos, que mastica de a uno y alterna con sorbos de mate. Se detiene solo para orinar y cargar nieve. Cuando hace ambas cosas, mira en derredor.
En todo momento cuida que el mate esté contra su pecho y de ahí no se mueva. Antes tenía uno más, que se le cayó: dejó de funcionar. No puede arriesgar el que le queda. No es solo su mate, lo que le tranquiliza, anima y relaja: es su fuente de calor y su única compañía.
Antes de llegar a su objetivo, da un rodeo. Los anteojos mágicos le indican que el objeto caído está apoyado contra un monte, y lo trepa del lado opuesto para mirar desde arriba. Se siente seguro: la cima está cargada de árboles. Mira hacia abajo, oculto por las ramas.
Allá abajo, un módulo de carga color blanco, con una puerta abierta. Se queda sin aire.
Le tiemblan las manos.
Sorbe un poco de mate, y en silencio busca acercarse más. Su corazón ruge. Los anteojos mágicos hacen ZOOM máximo: ante la puerta ve un montón de huellas superpuestas que se dirigen hacia los árboles más próximos.
Maldice en silencio. Esperaba un módulo con provisiones como en otras ocasiones, no esto. Piensa en las reservas menguantes que le quedan en su casa. Su estómago gruñe y eso le enfurece.
Sin dudarlo saca una flecha del carcaj, con ella tensa el arco. Su mente y su cuerpo se vuelven más fríos que la nieve que pisa y el aire que respira: está de cacería. Se pone en movimiento, en absoluto silencio. Trota y se esconde siempre que puede. Mira a los lados, hacia atrás, hacia arriba. Si se detiene, se inmoviliza para oír y oler.
Actúa como presa, pues antes fue cazado. Se repite a sí mismo que está de cacería para que el miedo no aparezca.
Arco y flecha se mantienen firmes, aunque sepa por experiencia que no son armas frente a metralletas o balas cohete: solo dan muerte desde cerca y en silencio. La única y verdadera arma que tiene es él mismo.
En un momento sopla el viento y oye una voz, parece un grito. Aguza el oído: otra vez el grito. No entiende lo que oye, y se agacha. Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura del mate y cierra la tapa.
Toma un sorbo de mate con el ceño fruncido: los cazadores no emiten sonido. Sacude la cabeza para no pensar. No quiere dudar y sentirse vulnerable.
Corre en dirección al grito, silencioso como una sombra entre los árboles. No puede perder tiempo, actuando así corre con ventaja.


Llega al borde de un claro y los ve: son tres, en grupo, al descubierto.
Levanta el arco, la flecha tensa: al menos caerá uno.
Pero duda.
Las piernas le flaquean. Algo no le está cerrando. En su duda avanza unos pasos, y con eso deja de estar cubierto por los árboles.
Lo ven. Y emiten gritos que no entiende, pero oye.
Su cuerpo se da cuenta antes que él: sus brazos bajan el arco, cae de rodillas.
Le tiemblan las manos.
El chico no tiene más de 15 años. Se detiene agitado a unos metros antes de decirle, confundido “Papá…”
Tras el chico se acercan corriendo los otros. Reconoce las voces en los gritos. Las lágrimas ardientes no le dejan ver las caras,  mas sabe que son las mismas de sus sueños.
Un inmenso abrazo une a los cuatro, a él con su mujer y sus hijos. Se queda sin aire, su corazón a punto de estallar.
En el abrazo, el mate se suelta de su pecho: se escurre entre su ropa y cae en la nieve.
No le importa.