María Catalina Karawan (15/02/1941 - 15/06/2012) |
El domingo 10 de junio de 2012, mamá salió en el auto de una amiga para visitar el Cementerio Ucraniano en Monte Grande. Al regreso, según testimonio de la amiga "veníamos charlando y de repente tu mamá dejó de hablar". Cuando la miró, la encontró apoyada contra la ventana del asiento del acompañante, la boca torcida hacia un costado, síntomas de un posible ACV.
No se puede describir el susto, desesperación y angustia que sufrió la pobre mujer, manejando su auto en medio de una autopista en pleno fin de semana y con semejante cuadro. Buscó como pudo un lugar donde la pudieran atender, avisando a quien tuviese a mano. Mamá parecía estar consciente, respondía preguntas pero farfullando con la boca torcida, y no podía mover el brazo izquierdo. Un primo mío se encontró con ellas tan pronto como pudo (cosa que le agradeceré siempre), no se cómo consiguieron una ambulancia y la llevaron al Hospital Piñero.
Ahí, el encuentro con la medicina pública en Argentina. La atendieron muy bien, pero con equipo y recursos mínimos. Siendo mamá hipertensa, con señales de un elevado pico de presión, se buscó estabilizarla a nivel cardíaco. Si había tenido un ACV, no podía confirmarse: no había equipo para hacerle una tomografía. Cuando parecía que había pasado lo peor, en palabras de los médicos de Guardia a mi primo, "se deprimió" y entró en coma, por lo que se le indujo a un coma farmacológico.
En ese momento recibí su llamado. Cuando mi iPhone sonó estaba en una salida festejando el cumpleaños de mi hija menor. Por un lado, el impacto de la sorpresa, de escuchar los detalles; por otro, el tenerme que callar para que a mi hija, con 14 años recién cumplidos, no se le viniera el mundo encima con lo que le pasaba a su única abuela. Afortunadamente para mí, en emergencias extremas me pongo emocionalmente neutro, "en máquina", aunque mi señora se dio cuenta de que algo estaba pasando.
Coordiné con mi primo que llevaran a mamá a la Clínica Olivos, donde estaban todos sus médicos y tenía su historia clínica desde hacía años. Ahí, el contacto con la infraestructura médica nacional: no había ambulancias. Al final se pudo trasladarla. Pero desde que se produjo el colapso hasta su internación definitiva, habían pasado alrededor de seis horas.
Hoy me pregunto si fue mejor que todo esto pasara un domingo. Si era en un día de semana, con el tránsito caótico en Buenos Aires y conurbano, capaz todo demoraba más.
Haciendo todo el papeleo de internación, la ví pasar en camilla y no la reconocí, inflada como un globo, rodeada de cables y tubos. Nada, absolutamente nada que decir y todo para agradecer a los médicos de Guardia, de Terapia Intensiva y el personal de la Clínica Olivos, todos volando alrededor de ella. Pero los resultados de los estudios no eran buenos: tres arterias completamente tapadas, así que de inmediato al quirófano para hacerle un stent o angioplastia de la carótida.
Luego me contaron que mamá había sufrido un paro cardíaco apenas llegó, y luego otro tras la intervención del stent. De los paros de serie de TV, de los que se sale a shock eléctrico de desfribilador. "Así que no se asuste si ve las marcas en el pecho".
A todo esto era ya la madrugada del lunes 11 de junio, y parecía que la situación estaba estabilizada, pero quedaba el tema del ACV. Los médicos fueron terminantes: con dos paros cardíacos violentos sucesivos, no se la podía examinar con el tomógrafo hasta estar seguros de que el corazón estaba OK. Y así hubo que esperar, recibiendo a los amigos, la familia, al asombro, al terror y a la angustia.
A eso de las diez de la noche del lunes, la veo pasar en camilla hacia el tomógrafo. Todas las visitas se estaban yendo, pero a mí se me ocurrió quedarme. Y ni bien me senté al estar solo, viene el jefe de Terapia Intensiva con la cara blanca: según la tomografía, tenía medio cerebro infartado, y el resto bajo elevada presión. Para contener eso era imperativo abrirle el cráneo y que esa presión se aliviara. Y justamente yo, que había firmado los papeles de internación, era el indicado para firmar la autorización para una intervención de urgencia con una paciente de riesgo.
La intervención duró cuatro horas. Un equipo para operarla, otro equipo para controlarle el corazón. Al final, de nuevo la ví pasar en camilla: su cabello reemplazado por una gorrita de tela blanca, y más entubada y cableada.
Y ya era martes 12 de junio. Al mediodía, el parte médico. Para que se den una idea:
- Si en Terapia Intensiva te habla un médico, la cosa mejoró o empeoró.
- Si en Terapia Intensiva te hablan dos médicos, la situación es de vida o muerte.
"La situación de su madre es por lo menos gravísima, no tiene una sino dos patologías, algo que vimos una o dos veces en nuestra carrera". "Por un lado tuvo un infarto de miocardio, y por otro un infarto cerebral". "Es todo lo que se pudo hacer por la complejidad del cuadro y el tiempo que se demoró en atenderla".
La situación era que tanto cerebro como corazón estaban en serio riesgo. Si se medicaba a mamá para mejorar su circulación sanguínea, lo más probable era que el cerebro sangrara y se llegara a muerte cerebral. Pero si se le daban coagulantes para proteger al cerebro, se incrementaría la presión sanguínea y se volvería a otro paro cardíaco, con un corazón de por sí debilitado. O sea que mi madre estaba en una delgada cuerda floja entre dos abismos.
Mi hermana preguntó "¿hay diagnóstico?". Los médicos la miraron. "No hay diagnóstico. Es lo que tenemos. En la próxima hora puede estar muerta, o puede seguir así por meses. Esto es hora tras hora. Depende de ella". Y ahí me quedó claro que ya no había más que hacer.
Salvo preguntar por qué había pasado esto.
"La paciente entró con tres arterias tapadas, suponemos que al cerrarse, en ese momento se produjo un infarto general de miocardio y un infarto cerebral". ¿Se cerraron por qué? "Colesterol, lo más probable".
Como en todo capítulo del Dr. House, salí a buscar datos el miércoles 13.
Los primeros aparecieron al abrir el freezer de su casa: un paquete enorme de grasa de cerdo para freír, tres panes de manteca y margarina, chorizos, panceta, salchicha parrillera, chocolate... "Eso es de mamá" - me dice mi hermano - "a ella siempre le gustaron esas cosas". Aunque no recordaba haberla visto comiendo algo de eso.
Los restantes datos vinieron de parte de amigas y otros parientes:
"Ah, sí, ella se quejaba de que le dolía el pecho, pero decía que ya se le pasaría".
"Me contó que tal día se desmayó, pero que se recuperó rápido y que no era nada".
Yo nunca fui de estar muy comunicado con mamá, entre otras cosas porque siempre terminábamos discutiendo por algo. Pero si no me hubiese querido contar de todo eso, estaban mis hermanos. Y tampoco sabían nada.
Haciendo memoria recordé la última conversación que tuve con ella. Las quejas y chismes de siempre, todas aquellas frases que los hijos oyen de sus madres mayores y que así como llegan al oído se van, porque siempre es la misma rutina, el mismo ritual y generalmente uno cumple en poner la oreja para luego irse. Y recordé la expresión "no doy más". Que en una mujer cuyo apodo era mosquita (porque no paraba nunca de moverse y hacer y meterse en cosas) es una expresión poco común. Pero yo la asocié al cansancio de tener 71 años, de ir yirando, penando y aguantando como una jubilada argentina más, de vivir angustiada por salir a la calle, porque no le falten los remedios, por agarrarse la cabeza leyendo el diario u oyendo las pálidas y desgracias de boca de conocidos de su misma edad.
Y quién sabe si era toda una declaración que yo dejé pasar.
Y quién me dice si ella no veía que se acercaba la Parca, pero se calló para no preocupar a nadie.
Lo único que sé es que quienes la vieron subirse al auto ese domingo, la vieron contenta por pasear en un día de invierno realmente precioso.
Para la noche del miércoles 13 de junio, le contenían una persistente arritmia cardíaca.
Durante ese día y el jueves 14 de junio mi hermana habla con los médicos de Terapia Intensiva porque los dedos de las manos y los pies de mamá se habían puesto azules y luego negros. El jefe de Terapia me confiesa: "la presión sanguínea baja y la presión cerebral sube, contenemos la cosa como podemos. Considere que ella sigue viva por todas las drogas que le pusieron el domingo, lunes y martes".
El viernes 15 de junio mamá fallece a las 12 del mediodía. Prisioneros en colectivos bloqueados por manifestaciones en un día espantoso con llovizna, tanto mis hermanos como yo (alertados por los médicos unas horas antes) llegamos diez minutos después.
Así como firmé los papeles de su internación, la tuve que reconocer en la morgue de la clínica y firmar los papeles para que llevaran su cuerpo en la camioneta de la cochería. Y es raro, muy raro, ver en la realidad esa escena de película donde cierran la bolsa negra con alguien dentro, que encima conocés, sabés quién es y no hablemos de qué tan cercano es para uno.
Escribo lo anterior porque parece que de esto no se habla, es tabú y dejo a debate por qué. En estas situaciones tremendas uno normalmente está en el aire, quebrado por el dolor o venido abajo en diversas formas. Pero un familiar cercano tiene que hacerlo. En mi caso ayudó que siguiera "en máquina", que me pusiera en abstracto mirando en forma lógica todo. Es como lo resolví yo.
No sé si es la forma correcta.
Habiendo agradecido a los médicos que atendieron a mamá, vaya aquí mi agradecimiento y recomendación al personal de la Cochería Cuchetti Hermanos, que no solo coordinaron todo y ayudaron en el tramiterío en forma eficaz y profesional, sino también contuvieron a toda mi familia con la mejor buena voluntad y respeto.
Y también, y en especial, a todos los amigos presentes en esos días dífíciles, tanto de forma real como virtual. A todos GRACIAS, especialmente a quienes no pude responder hasta hoy. Este artículo es una forma, también, de contar todo.
Para vos que leés esto, ante todo GRACIAS por haber llegado hasta aquí.
Este un tema feo y suena como tal, no es un dulce. Está escrito para que lo consideres en una sociedad que lo ignora, disfraza y esconde. Pero está ahí, siempre estuvo, siempre estará. Para un nómada como yo, es otra circunstancia compañera de viaje, como tal creo merece tomarse.
Gracias a ti por contarlo, y por sacártelo de dentro.
ResponderEliminarMe llamo Viviana. Soy amiga de Nicolás... y mi padre hace 9 años falleció por un ACV.
Un abrazo.
Mi más sentido pésame, Jorge. Terrible la historia que contás. Hay un monstruo al que todos los humanos tenemos que enfrentar tarde o temprano; nuesto némesis: la muerte. Todos libraremos una cruenta batalla con ese monstruo algún día. La batalla es desmesurada, desesperada, es una guerra que sabemos que algún día tendremos que perder, en la que peleamos en inferioridad de condiciones, y solos, siempre solos, porque se llega al mundo en brazos de una mujer, pero al irnos esa mujer ya no está.
ResponderEliminarA lo largo de la vida sufrimos la muerte de otras personas, vemos cómo ellas pelean esa guerra personal, que puede durar años o segundos, los continentes interiores son invadidos por otra existencia, esa misma existencia extraña que un día nos puso a funcionar; a veces la guerra dura tanto que esa persona pierde la identidad y uno se pregunta por qué su cuerpo sigue igual peleando. La muerte de los seres queridos nos duele mucho más que la nuestra propia.
Hace dos sábados fui al entierro de mi abuela paterna. Tras perder la batalla que luchó casi toda su vida, lo único que quedó de su existencia en este mundo fue un nicho en el cementerio de San Justo. Tenía 80 años; desde que tuve uso de razón la recuerdo enferma.
(Un poeta que también murió este año cantaba: "cuántas lluvias más habrá hasta el descanso".)
Cuando dejé el cementerio vi cómo mi abuelo subía al coche de mi viejo, cargando la mochila de la soledad. Soledad es lo que nos queda cuando los que queremos se van. Soledad es lo que les dejaremos a los demás cuando partamos. La lucha contra la muerte duele porque es inmerecida: las buenas personas también mueren.
Hay situaciones en dónde las palabras se tornan torpes, incompletas, rusticas. Por suerte, cuando las palabras fallan, quedan los afectos, las miradas, los gestos. Abrazo Jorge.
ResponderEliminarHoracio
Hola,
ResponderEliminarLlego a tu blog en mi exploracion en el ciberespacio. Me encuentro con tu relato, esta experiencia universal que compartimos todos lo que es la muerte. Claro uno recuerda esas mismas experiencias en nuestras vidas. Yo como lector te ofrezco y presencia, mi solidaridad y mas que todo en ser parte de ese espacio de compartir nuestros logros y nuestras triztesas. Un saludo desde California, USA.
Recién leo esto, Jorge. Gracias por poner en palabras lo que yo no pude, y todavía no puedo. De una forma extraña, contribuye a aliviar esa especie de persistente ahogo que sentimos los que hemos perdido a alguien. Confío en verte esta tarde y poder darte el abrazo que quisiera darte ahora. Te mando un beso.
ResponderEliminar